Sebastian

La habitación estaba en penumbra, la luz traspasaba la cortina de color marfil, con unos motivos florales que ya no eran de esta época, eran bonitos pero mucha gente opinaría que ya habían pasado de moda. En un lateral, había una butaca que antiguamente había sido negra, aunque en estos momentos tenía un color negruzco gastado del paso del tiempo, parecía haber tenido una extensa y pacífica vida: pudo disfrutar de la compañía de un aficionado a la lectura compartiendo sus aventuras. Junto a la butaca, se encontraba una pequeña mesita llena de agujeros provocados por la carcoma, se notaba que había sido un mueble tratado con cariño que ahora el paso del tiempo, el olvido había hecho sus estragos. En la pared de enfrente, una librería con un sinfín de tomos de todo tipo de encuadernaciones, colores y tamaños, todos usados, todos cuidados y todos olvidados. En la pared, se podía ver un cuadro pintado a mano de un matrimonio de mediana edad que miraban al observador con cariño, la postura de ambos mostraba la complicidad que había entre ambos.

Se abre la puerta y entra una niña pequeña, en su mano, lleva un conejo de peluche que lo llama Pelusa, mira esa habitación con intriga, con curiosidad como si fuera la primera vez que la ve. No la reconoce, está sucia y abandonada, el polvo se ha ido acumulando en las esquinas y han empezado a formarse bolas de pelusa, pero lo que realmente hace que ella no la reconozca, es la ausencia del habitante que se pasaba horas y horas allí: su abuelo.

Hacía seis meses, el señor Sebastián falleció. Estaba sentado en su butaca, tenía una taza de café en la mesita, la cual compró su mujer, pasaba el rato revisando un viejo álbum de fotos de cuando eran jóvenes. Una breve sonrisa le aparecía en las comisuras mientras los recuerdos le venían a la mente. Echaba de menos a su compañera, hacía ya muchos años que se había ido y estaba solo. Pasando las páginas del álbum, sintió poco a poco como un nudo le subía desde el estómago hasta la garganta, intentó gritar pero no había nadie, tampoco él oía su propia voz, había desaparecido. De golpe, un enorme pitido en los oídos y llegó el silencio. Un momento después todo era luz, volvió a gritar del susto y ahora sí podía oírla, también sintió algo más: una voz familiar que hacía muchos años que no escuchaba. Ahí estaba ella, ofreciéndole la mano y con una deslumbrante sonrisa que enseñaba todos los dientes, de esas que se contagian. Se levantó, cogió su mano y la acompañó hacia el infinito.

La niña se acerca a la mesita, ahí está el álbum de su abuelo, se sienta en la butaca oscura y empieza a pasar las páginas, se pregunta qué habrá sido de él y si será feliz. Mira de reojo a la biblioteca, cierra el álbum de fotos y se acerca al enorme mueble. Roza la mano sobre los lomos y cuando observa sus dedos, están llenos de polvo. Le da pena que estén ahí abandonados, necesitan que los cuiden, tal y como hizo antes Sebastián. Selecciona uno y lo arrastra a la butaca, se sienta en ella y hace que está leyendo, ella aún no ha aprendido a leer aunque le gustaría. De fondo, un sollozo se oye, es su madre, que ve en esa escena las personas que ya no están, mientras tanto, Sebastián y su mujer miran desde el otro lado, sonrientes, cómo es posible que la pequeña herede esa afición que se saltó una generación.

Recordad: Morded o Seréis Mordidos

    # Escuchando...  Nazareth; Love Hurts

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